martes, 11 de noviembre de 2014












La casa azul de Kechurewe, 2009

La casa azul de Kechurewe, 2009

... en la casa azul de kechurewe, 2009
 Camila Yvert comenta esta foto: "Lo que tú no sabes es el trágico giro del destino de esas criaturas. ¿Te cuento? El más chico, el Guati, salió un día a cazar y nunca más volvió, creemos que se quedó atrapado en una madriguera persiguiendo un conejo, el Guardián quedó cojo tras el ataque de Tol, un perro más joven del cual él había sido mentor a su llegada al campo, todo por el amor de la perrita Kuyén y la gata falleció tras un caso de abuso sexual por el perro del vecino. Ni a Shakespeare se le ocurriría tal trama... Cariños, amigo!!!"





























Don Juan Valeria, zapatero histórico de Cunco, año 2008

Don Juan Valeria, en diciembre 2017




                                                                                            ... desde la ventana de mi guarida "cuncuna"






"Don Juan Valeria, zapatero de Cunco, ayer" 
© Héctor González de Cunco (pPS), de la serie "CUNCOgrafías".




REGRESO A LA INFANCIA (con cámara)

Cunco, invierno del 2009,

Como hay que nacer en alguna parte, me tocó Cunco. Fue culpa de un vino pipeño aliñado con rencores añejos. Corría 1949 y mi padre era obrero ferroviario. Para más señas, palanquero del tren de carga de Valparaíso a Puerto Montt. Una tarde de enero se jugaba un torneo de rayuela en la “picá” vecina a la maestranza ferroviaria de Temuco, más conocida como la Casa de Maquinas. A mi papá le tocó enfrentarse con uno de los jefes grandes. Justo con el que mantenía un rescoldo de rencillas viejas. Con el primer punto dudoso volaran insultos, luego hubo coscachos. Como era mal visto que la jerarquía catase mostos junto al perraje, “La Empresa” calificó el incidente de tropelía menor y a mi viejo lo degradaron a un ramal. Pudo tocarle Lonquimay, Curacautin, Villarrica, Cherquenco o Carahue. Pero el azar dijo Cunco y ahí lo arrinconaron. El 21 de marzo, mi madre llegó a instalarse en el “pueulo”, conmigo en la maleta. Nací justo tres meses después.

Poco recuerdo de mis primeros años, aunque llevo impresos dos aromas de identidad: uno picante, a carbón de piedra ardiendo en “la lorita” y el otro espeso, a manta de castilla húmeda. Además, cualquier repiqueteo de lluvia furiosa me suena a infancia con tejuelas. Yo tenía seis añitos cuando mi querida tía Uldadina se casó con Nano Rickemberg, el herrero del pueblo. Me crié en su casa, fascinado con el taller. Mi tío Nano siempre ha sido un hombre bueno y desde que yo era un pergenio ponía un cajón delante de la fragua, me instalaba arriba y quedaba encargado de tirar el fuelle. Para completar la broma, me pagaba un par de chauchas diarias y yo me creía la muerte, trabajando entre hombretones curtidos y con una clientela ruda, de revolver al cinto. Ahí mudé los dientes de leche y eché raíces.

Entonces Cunco y Melipeuco eran una sola comuna. Disfrutaban del esplendor económico que se había iniciado en los años 30 y que declinaría en la década del 70. Cada día partían varios trenes repletos de madera nativa y al anochecer corríamos a recibir el de pasajeros, que subía la última curva, resoplando, y al llegar envolvía los andenes con vellones de humo y vapor.

El patio de la estación cubría seis hectáreas, siempre repletas de castillos de madera esperando embarque. La herrería quedaba justo al frente. En verano, abríamos a las seis de la mañana y en la calle encontrábamos unas cincuenta carretas cargadas de durmientes, haciendo cola para entregarlos. Mi tío trabajaba a dos fraguas y con cinco ayudantes, pero apenas eran capaces de satisfacer los encargos de fabricar herramientas o hacer reparaciones para los aserraderos. También se ocupaban de los aperos agrícola de la comarca entera. En ese tiempo todos los puentes eran de madera y, a golpe de yunque y fragua, elaboraban los inmensos clavos, abrazaderas y pernos necesarios. Aun siento un pellizco en las tripas cuando cruzo el puente Medina, sobre el río Allipén. El único de aquella época que sigue en uso… y con él sobreviven fierros que ayudé a fundir.

Tirando el fuelle (… y boquiabierto), escuché toda la épica fundacional de la comarca, incluyendo las guerras entre aserraderos, con hombres troceados en la sierra, por robar madera. Otras veces se desmenuzaban los turbios orígenes de algunas fortunas locales o las artimañas para correr los cercos a los mapuches. También oí cuentos de pumas cebados con carne humana y mis ojos vieron monedas de plata, salidas de entierros legendarios. Mi primo Genaro Castro, de Lomocura, conserva unas cuantas. Así, las novelas de Julio Verne, que leería más tarde, resultaban una alpargata al lado de lo que escuché cuando “cauro” chico.

Llegada la edad de los alardes, los chiquillos escapábamos de la cama poquito antes de medianoche, para juntarnos en el cementerio y presumir de valientes. Jugábamos un rato a la escondida. Después, acelerados y borrachos de adrenalina, rompíamos ampolletas del alumbrado público, a hondazos, y culminábamos la noche apedreando los techos de las viejas más cahuineras. Siempre nos pillaban los pacos y, de las mechas, nos repartían por las casas. Entonces mi adorada tía Uldadina lucía su lado B (el sádico autoritario). Antes de azotarme con una varilla de mimbre, me obligaba a bajarme los pantalones. Tenía que pedirle perdón de rodillas y rezar un Padre Nuestro a culo pelao. Después me machacaba, a conciencia. Había que aguantar sin chistar, porque cada paliza era una condecoración para nuestro rebeldía púber. Y quizá por eso reincidíamos a la primera de cambio. Mientras, mi tío Nano me ilustraba en las artes de la pesca. A los 12 años saqué mi salmón iniciático en el río LLaima y gané el derecho a participar en las extenuantes expediciones de los adultos, subiendo hasta los (entonces) remotos lagos de la cordillera y la montaña.

Durante los pícaros anocheceres veraniegos, las hormonas me pasaron sus primeros pliegos de peticiones mientras jugaba a la escondida con las chiquillas, en el laberinto de castillos de madera. Esa fue la principal fabrica de “cuncunos” y de madres solteras, por muchos años. También recuerdo algunos viernes de pago, cuando muchas mujeres planchaban las camisas para que sus hombres, bien cacharpeados, fuesen a esperar el tren que traía un bullicioso ramillete de muchachas hiper maquilladas. Con banda de música desfilaban hasta el prostíbulo de la “tía Rosa” y armaban la tremenda fiesta. El lunes, en el tren de las siete de la mañana, las mujeres se marchaban, discretas y sin abalorios.

En aquel tiempo aun no se me había muerto nadie y yo no me daba cuenta que era feliz, con esa infancia sencilla, llena de curiosidad y plagada de lecturas heterogéneas. Demasiado pronto cumplí los 17 y me fui a la universidad, donde me hice fotógrafo. Poco después, el azar y la dictadura me empujaron lejos.

Estuve casi 30 años sin visitar Chile, primero viviendo en EEUU, luego en Paría y luego a caballo entre Sevilla y París. Pero desde el 2005 paso largas temporadas en la comarca donde quedó dispersa mi infancia. Todo ha cambiado, claro. Hace mucho que arrasaron los bosques. No hay pesca porque la industria salmonera ha contaminado los ríos. El ferrocarril ya no existe, un incendio se tragó el edificio de la estación y llegué justo cuando se estaban llevaban la línea del tren. Encontré un Cunco empobrecido, donde la identidad local escasea; la conciencia histórica no existe y los jóvenes ignoran el pasado maderero y ferroviario. Ahora, en “el pueulo” reina la postmodernidad: tiene dos supermercados, mucho asfalto, un ciber de primer mundo y cada “cuncuno” anda entrampado con varias tarjetas de crédito. Pero no encontré ni una mísera foto donde consolar las nostalgias o confirmar mis recuerdos. Conmovido, comencé a retratar mis propios fantasmas para construir una colección de imágenes que me ayudasen a recordar. Ahora, antes de volver a irme de Chile, quiero que existan muchas fotos de la vida cotidiana ¡esas que tanto eché de menos al volver a esta comarca de ausencias!

Cunco, invierno del 2009

Posta data 1.- En este proyecto, llamado "Comarca de Ausencias" (Fondart 2008) tuve dos acompañantes: el poeta y ensayista Elicura Chihuailaf fue mi cable a tierra y escribió textos para contextualizar las fotos; mientras la joven profesora Vivi Geeregat se ocupó de los archivos y de la edición literaria de los textos. Luego, con el mismo equipo, realizamos otro proyecto, llamado "Retrato Azul de La Araucanía" (Fondart 2010)...

Post data 2.- Escribí estas lineas en agosto del 2009, en lo que fue la casa-taller de mi tío herrero… ahora, ya llegó el verano del 2018... ya no vive nadie en esta casa y quizá pronto la van a demoler. Cuando redacté el texto de más arriba, hacía pocas hace semanas que habían descubrieron que mi tío Nano (74 años) tenía un cancer en la próstata. Por aquellos días se fue a vivir con una hija, en otro pueblo… Mi tío nano murió el año 2013... y está enterrado en cementerio del "pueulo", claro...

Post data 3.- En esa casa abandonada, me armé un refugio austero como celda monacal, para ser el último habitante de esa morada que hoy agoniza. Mientras, afuera, "la vida sigue". A ratos, el viento "Puelche" intenta arrancar el pueblo, de cuajo y una lluvia torrencial zapatea en los techos. Mi escritorio es la mesa que llevaba 50 años en la cocina, donde se amasaba el pan. Aquí redacté algunos textos que gravitaron en mi vida, por ejemplo dos proyectos Fondart y un FNDR, que gané.
Ahora, sigo trabajando en los siguientes proyectos...